Hasta la misma tierra vibraba bajo los pies
del chiquillo, no supo qué hacer; todos sus movimientos, causaban alguna
especie de dolor.
-Tal vez por ello, antes no quería ver- Le
contestó a Amón como si éste le hubiese hablado.
Se quedaron varias horas sentados, espalda,
contra espalda.
En donde se posara la mirada, se formaba
una historia.
Una fila prolongadísima de hormigas negras
que se dirigían hacia su apeadero, las había de varios tamaños; las guerreras
eran las más grandes, las obreras eran muy pequeñas, aunque cargaban hojas enormes
sobre ellas. Algunas llevaban larvas a
punto de nacer y otras escoltaban a los cascarudos convivientes. El surco se
fue tornando más y más hondo, el pasto se fue apartando por temor y por
cansancio, hasta que el cortejo de la reina marcó el claro de la cola del
camino. Un ejército de hormigas magnánimas, preocupadas, vigilando los flancos;
varias obreras limpiaban las partículas del paso, y ella, la soberana,
levantando sus antenas hacia el niño como si quisiera hacerle entender, que no
había una razón ni por qué de su acción, solo había que hacerlo.
De pronto, el pequeño, se percató, por el
ruido, de que varios gorriones comían de la mano del abuelo; una familia de
tres pajaritos robaban las pequeñas migas del piso, dos de aquellas criaturas,
padre y madre, parecían ser solo un poco más grandes que los copos de pan,
mientras que, el que debería ser el pequeño pichón, les doblaba en tamaño y
demandas. Aquella pícara avecilla reclamaba cada partícula de alimento de sus
padres, mientras él, robaba del pico mismo, a los gorriones vecinos. Una
párvula bolita alada, se plantó frente al niño;
supo que lo miraba a él, aunque
moviera inquieta la cabecilla, le parloteó en su idioma, pero el niño entendió,
quería su alimento.
Nunca antes pudo ver aquellas miradas tan instintivas; había ojos que lo observaban, latían
por doquier hasta en lo más impensado.
Aprendió, entonces, que existe otra clase
de amor, sin ternura, sin reflexión, sin manos y sin razón.
El abuelo, lo miró tiernamente, rozó su
nariz con el dedo índice y el niño volvió a cerrar los ojos.
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