Erase
una vez un rey que tenía tres hijas de singular belleza. La menor, Psique (que
en griego significa alma), era tan
hermosa que llegó a ser admirada como si fuese la Afrodita encarnada.
Despechada la diosa del Amor al darse cuenta de que sus templos quedaban
desiertos porque la gente prefería tributar sus honores a la maravillosa
Psique, envió a su hijo Eros para que, en forma de horrible monstruo terminara
con la infeliz. Poco después, las hermanas mayores de Psique matrimoniaron y
como ésta no encontraba pretendiente, su padre consultó con el oráculo,
escuchando con espanto como éste le ordenaba que vistiera a su queridísima hija
con las galas nupciales y la dejara en la cima de una montaña abandonada a su
suerte, porque el Destino había predestinado a la joven como goce un horrible
monstruo dotado de una ferocidad extraordinaria y ante el cual temblaba el propio
Zeus.
El
rey, entre los gemidos y lamentos familiares, acompañó a su cándida hija, ajena
al futuro que le esperaba, a la cima de la montaña que le había señalado el
Oráculo y allí la dejó sola en espera de que se cumpliera su fatal destino. Sin
embargo, al llegar la noche, el Céfiro la condujo a un amenísimo prado florido,
al lado del que se levantaba un maravilloso palacio dorado. Sirvientes
invisibles acompañaron a Psique, que no podía dar crédito a sus ojos.
“¿Dónde
estoy?”, preguntó perpleja, la dulce doncella al no distinguir a nadie ni en
los jardines, ni en las salas del palacio.
“Donde
serás amada y tus deseos se verán satisfechos”, murmuró una voz a su oído.
Y
en efecto: como al conjuro de su capricho, resonaban músicas, se le ofrecían
vestiduras, joyas y banquetes.
Llegada
la noche, acudió el misterioso esposo a ejercer los deberes conyugales. Psique,
aunque creía que el ser era un monstruo, como no había tenido más remedio que
explicarle su padre, poco antes de abandonarla, notaba una extraña dulzura, una
embriaguez de los sentidos; no había en ella repulsión física hacia el
misterioso ser, más bien deforme, parecía de formas proporcionadas. Cuando el
día a punto de irrumpir, se alejó para no ser visto. ¿Quién era, cómo era?
Psique le importunaba con súplicas y caricias, para no obtener respuesta, pero
él nunca accedió a satisfacer su natural curiosidad.
“¿No
somos felices así? –decía-. “Pues no te atormentes queriendo saber quién soy,
porque en el momento mismo de conocerme se destruiría nuestra felicidad”.
Pasó
el tiempo y, ante la angustia de sus padres, visitaron a la joven sus hermanas,
y la incitaron a que matase a su marido, pues lo consideraban un monstruo,
maligno entre los malignos. Psique no accedió a este consejo, solamente le
picaba la curiosidad por saber quién era y sobre todo cómo era realmente. Llena
de valor, una noche tomó un candil y temblorosa, contempló al ser más maravilloso
de la creación, que nada tenía que ver con un monstruo; se acerco embelesada
hasta él para acariciarle, cuando, ¡Oh fatalidad! Sin querer, se derramó una
gota ardiente del candil, que temblorosa sostenía psique; y Eros, pues no era
otro que Eros (ya que anteriormente, al ir a cumplir lo ordenado por su divina
madre, pasó lo lógico; se enamoro perdidamente de su víctima), desapareció en dirección
a los espacios etéreos.
Psique
se encontró de nuevo en lo alto de la roca en donde su padre la había dejado.
Los jardines y el palacio habían desaparecido. Psique intentó suicidarse y se
lanzó a las aguas de un río, pero éste la transportó dulcemente a la otra
orilla. Respuesta de esta fatal intención, Psique se dedicó a recorrer el mundo
en busca del amado, que había sido llamado al orden por su madre y aunque por
el momento se hallaba recluido en el palacio de ésta, no por ello dejaba de
proteger invisiblemente a su amada. Por otra parte, la diosa del amor perseguía
encarnizadamente a la joven y al encontrarla, la vejó, la humilló y la sometió
a las más espantosas pruebas, todas ellas, superadas con éxito, con ayuda de su
queridísimo Eros.
Porque
el amor hizo que pronto Eros perdonara a Psique su veleidad de desear
conocerlo, tal como era y, no pudiendo más, voló al Olimpo para rogar a Zeus
que les permitiese vivir con su amada. Al comprobar aquel cariño tan inmenso,
Zeus no tuvo más remedio que consentir. Llamó a Psique y le hizo comer la
ambrosía y beber el néctar en las bodas sagradas de Psique y Eros. Afrodita no
tuvo más remedio que aceptar los hechos consumados y así de esta manera
quedaron unidos para siempre el Amor y el Alma.
La
bella y la Bestia. La perfecta unión del alma y el cuerpo. Cuando el alma guía
al cuerpo evitando las pasiones desenfrenadas y logrando que el ser humano se
dedique a cuestiones dignas y nobles, haciendo el bien y entregándose, sucede
como el diamante, primero tosco y sin brillo, pero después el amor del artista
lo pule de forma que en él se refleja la
luz del cielo.