El emperador Yayati fue uno de los antecesores de los Príncipes Pandavas, De ellos se habla en el "Mahabharata", epopeya hindú. De esta obra saqué esta historia.
Era Yayati extremadamente bueno y justo, cumplidor de todos los mandamientos a los cuales lo direccionaban los "Sastras" o libros sagrados. Querido y respetado por su pueblo, pasaba la vida en medio de triunfos y honores, sin saber absolutamente nada sobre dolores y escarnios. Mas, toda aurora tiene su final, y todo día es seguido inexorablemente por la noche, en este mundo manifiesto. Así fue como, un día, su suegro Sukracharya, echó sobre nuestro rey una terrible maldición, acusándolo de haber ofendido a su esposa Devayani.
-De ahora en más- Díjole -, perderás tu juventud y te convertirás en un anciano decrépito. Así sabrás lo triste que es, a esa edad, recibir ofensas como las que tú has prodigado injustamente a Devayani.
Inútiles fueron las protestas del soberano. El mal ya estaba hecho, y la maldición seguía su curso.
Ahora bien; nuestro soberano tenía un gran defecto, y éste era su apego sensible. La lujuria se hallaba en él floreciente, de modo que, al ser convertido en un viejo rey, sus deseos no podían ser satisfechos, razón por la cuál acudió al mayor de sus cinco hijos, diciéndole:
-Hijo mío, la maldición de Sukrachaya quedará anulada, si tú me confieres el tesoro de tu juventud. Soy aún muy joven para cargar este cuerpo viejo con el cual el destino me ha castigado. Si así lo haces, yo te daré, en cambio, mi reino, y tú serás mi príncipe heredero. -
Más el amor filial del joven tenía sus límites.
-Perdóname, padre - le dijo-, pero no podrá ser, pues huyo tanto o más que tú de la vejez. Yo necesito vivir mis años, con la plenitud de sus energías. Por favor, no me pidas semejante sacrificio, pues antes preferiría la muerte.
Apesadumbrado el rey, fue a hablar en idénticos términos a su segundo hijo, luego al tercero, luego al cuarto, recibiendo de todos ellos una rotunda negativa. Tan sólo le quedaba el menor, mas, cuando se acercó a este, el viejo soberano apenas si alimentaba esperanzas en su corazón.
-Puru- le dijo al príncipe, que tal era su nombre- Cédeme tu joven cuerpo. No quiero cargar con este decrépito con el cual el destino me ha castigado. Yo, en cambio, te daré a ti todo mi reino, y serás tú el príncipe heredero de mi corona. Lo mismo he pedido a tus hermanos, y los cuatro se han negado terminantemente a mi ruego. Tan solo me quedas tú, como último recurso.
Movido Puru por su piedad filial, dijo entonces a su padre:
-Feliz estoy, ¡Oh Rey!, de poder darte mi cuerpo. Recíbelo como una ofrenda, y sé feliz con él. Yo, como tú dices, tomaré el tuyo y su vejez, y dirigiré las cuestiones del reino del mejor modo posible. Y abrazando a su padre, se operó el milagro del cambio, tornándose uno joven y el otro anciano.
Inmensamente feliz fue el soberano, quien no podía creer que tornaran las fuerzas, el vigor, la energía de la juventud, en sus acabados miembros.
Sin dilación, vistióse con ropas de fina seda, adornóse suntuosamente, y se dirigió luego a la mansión del demonio Kubera, el Gran Dador de todos los placeres sensibles de este mundo.
-Quiero para mí- le dijo a éste- las mejores de tus hijas, las más bellas y sensuales. - Y Kubera, que no cabía en sí de gozo por haber conquistado en tal forma el espíritu de un rey, le ofreció bellas apsaras, las más hermosas de todo su reino de sombra y materia.
Puru, por su parte, hacía las veces de soberano, dirigía el reino con extremado celo y cuidado, y todos los súbditos se sentían con él tan felices, si no más, que con su propio padre.
Pasaron unos años, y Yayati seguía en el jardín de Kubera con las apsaras celestiales, dueñas de todo el encanto que la sensualidad pueda concebir para los hombres de este mundo.
Cierta vez, en que Puru hallábase en sus habitaciones, retornó su padre y le habló así:
-Hijo mío, he pedido tu cuerpo joven, a cambio del mío viejo, pero me he dado cuenta que buscar extinguir el deseo conviviendo con él, es como tratar de apagar un incendio arrojando vasijas de aceite. Ningún apego mundano, apego a los placeres sensuales, a tesoros o bienes, puede ser extinguido estando tras ellos sino, por el contrario, se los extingue en el alma cuando ésta aprende a rechazarlos. Podemos lograr la paz del corazón yendo más allá del gusto y el disgusto por las cosas materiales. Fue una torpeza mía el desear caminar en contra de la ley. Toma tu cuerpo, que yo tomaré el que me corresponde, y ninguna queja oirás ya de mis labios, sino agradecimiento hacia la vida, por haberme abierto los ojos a la luz espiritual.
Yayati tomó, pues, su viejo cuerpo de rey, pero no retornó a su trono. Dejó en él a su joven y piadoso hijo, yéndose él a vivir en el bosque, haciendo vida de mendicante. Había despertado su discernimiento, y ahora deseaba buscar su esencia divina, para reunirse con ella, por el camino del desapego absoluto, de la renuncia a todo bien perecedero, única senda que direcciona los corazones humanos hacia Dios.